martes, 25 de noviembre de 2008

EL HOMBRE QUE PLANTABA SEMILLAS
Cuando el simple hecho de plantar una semilla se ha convertido en un acto electoral, con prensa, fotógrafos y otros testigos, esta historia rescata el valor de hacerlo gratuitamente, sin otro interés que ver crecer el árbol.
Corría el año 1913, Jean Giono había salido de excursión por algunos días a unos remotos parajes montañosos en la Provenza francesa. El paisaje era desértico y opaco, con escasa vegetación, sin fauna silvestre ni moradores humanos. Después de tres días de caminata, se encontró sin agua y en la más absoluta soledad. Acampó entre los restos de una antiquísima aldea abandonada, pero en la que las fuentes de agua estaban secas: toda la vida había desaparecido.
La angustia de no encontrar agua obligó a Jean a dejar el lugar de amanecida y seguir buscando. Caminó muchas horas y el paisaje de secos pastizales no cambiaba. Hacia mediodía divisaba a lo lejos una figura, que confundi6 al principio con un árbol seco. Era un pastor con su perro.
Cuidaban una treintena de ovejas que se encontraban echadas en la tierra seca cerca de él.
El pastor dio a Jean un trago de su cantimplora y lo invitó a su cabaña ubicada en un valle cercano. Allí en, el patio extraía el agua por medio de un guinche de un pozo natural muy profundo.
El pastor era un solitario, poco habituado a hablar con extraños. Sin embargo su visitante logro enterarse de algunos datos de su vida. Tenía unos, 55 años, había sido campesino en las tierras bajas, y tras enviudar y morir su único hijo, decidió trasladarse a las montañas con sus ovejas, para siempre. Tenia una casa acogedora, limpia y agradable. Lo mismo se notaba en su ropa y en su persona. Se llamaba Elzeard Bouffler. Giono se quedó con él aquella noche y compartió la comida que éste tenía preparada.
Después de cenar, Elzeard buscó un saco del cua1 extrajo un montón de bellotas que desparramó sobre la mesa. Las examinó con extremo cuidado y fue separando las que parecían perfectas.
Giono le ofreció ayudarlo, pero el pastor le dijo que esa era su labor personal y que prefería hacerlo solo.
Cuando tuvo cien bellotas separadas, dejó su trabajo y se fue a acostar.
Al día siguiente Giono quiso quedarse. El contacto con Bouffler le había transmitido una gran paz y curiosidad por saber más del personaje. Salieron juntos con las ovejas. Antes de partir, Bouffler sumergió la bolsa con bellotas en una fuente con agua y la llevó consigo. Tenía como bastón una vara gruesa de fierro aguzada en la puntita.
Caminaron hasta un valle donde el pasto era mejor para el rebaño. Dejaron a los animales a cargo del perro y escalaron la colina hasta la cima. Allá se detuvieron. Bouffler enterró su bastón, hizo un hoyo y plantó una bellota. Jean le preguntó si esas tierras eran suyas. Contestó que no. Jean preguntó si sabía de quien eran. Contestó que no. Pensaba que pertenecían a la comunidad pero nadie se preocupaba de ellas. No le interesaba de quien fueran..., plantó las cien bellotas.
Durante el almuerzo, Jean se enteró que Bouffler hacía tres años que las estaba plantando todos los días en esa región desértica. ¡Ya había sembrado cien mil! De ellas habían germinado 20 mil y de estas esperaba perder la mitad debido a los conejos o a otras causas naturales. Aún así quedarían diez mil encinas donde antes no había nada.
Jean le comentó a Bouffler que magnífico sería su bosque de encinas en treinta años. A lo cual éste respondió que si Dios le daba vida, dentro de treinta años él habría plantado tantos árboles que esos primeros diez mil sería como una gota en el océano. Además estaba experimentando con almácigos de otras especies para forestar los valles, donde había un poco más de humedad bajo la superficie del suelo.
Pasaron varios años Jean fue a la guerra. Ocurrieron muchas cosas que le hicieron olvidar al pastor plantador de árboles. En 1920, siete años después de su primera visita, volvió a la misma zona de la Provenza en busca de paz y de aire puro. Desde su antiguo lugar de campamento en la aldea abandonada divisó que las montañas, a lo lejos, estaban cubiertas de una neblina grisácea. ¡Las encinas! Recordó a Bouffler y pensó que seguramente estaría muerto.
Pero no. Elzeard Bouffler no solo no estaba muerto sino que se veía extremadamente ágil y activo. Ya no tenía ovejas, porque se habían transformado en una amenaza para sus arbolitos. Ahora era apicultor y no se había olvidado de plantar sus cien árboles ningún día.
El efecto no parecía preocuparlo y proseguía su tarea con gran determinación y sencillez.
Las encinas ya tenían 10 años y estaban más altas que una persona. El bosque media once kilómetros de largo y tres en su parte mas ancha. Los valles, llenos de abedules, ya verdeaban naturalmente.
Lo que más impresionó a Jean Giono fue la reacción que había experimentado la naturaleza del lugar. Por las quebradas, antes secas, corría el agua. Volvieron a aparecer las flores, las praderas, las aves y los insectos.
La transformación había sido gradual y parecía tan natural que no le había causado asombro a nadie, muchos lo atribuían a algún capricho de la tierra. Nadie podía pensar que esa tarea fuera desempeñada por un hombre solo por darse el gusto de hacerlo.
En 1933 recibió la visita de un guardabosque que le notificó que estaba prohibido hacer fuego en ese bosque natural y le comentó, ingenuamente, que era la primera vez que oía de un bosque por propia iniciativa. En esa época Bouffler, de setenta y cinco años, estaba plantando a doce kilómetros de su casa.
En 1935, una comisión de funcionarios forestales fue a inspeccionar el “bosque natural”, que dejó a todos hechizado por su belleza.
Afortunadamente, se decidió ponerlo bajo protección. Bouffler no se enteró de la visita, ya que estaba trabajando activamente a más de diez kilómetros del lugar. Por una gran casualidad, entre los forestales se hallaba un amigo de Jean Giono, y este pudo contar el verdadero origen del bosque. Fueron juntos a visitar al anciano. Para entonces, las lomas estaban densamente cubiertas de árboles de siete a nueve metros de altura hasta donde se perdía la vista.
Gracias a los afanes del funcionario, se designaron guardaparques para ayudar a cuidar el lugar. Pasó la segunda guerra mundial sin perturbar el trabajo de un hombre solo.
Jean Giono visitó a Bouffler por última vez cuando este tenía ochenta y siete años, en 1945. El paisaje montañoso había cambiado completamente. Incluso el aire era distinto. Entre los densos árboles, se oía ruido de agua cayendo desde las montañas. La región, antes desierta y yerma, se había vuelto a poblar y mas de diez mil personas vivían allí, gracias a la acción de ese hombre solitario, despojado de todo egoísmo, visionario, tenaz y que había descubierto una maravillosa manera de ser feliz.
Bouffler murió pacíficamente a los noventa años.
Esta es una historia llena de lecciones. Primera: parece un milagro, pero la naturaleza puede recuperarse en períodos de tiempo de escala humana. Segundo: es necesario tener generosidad y visión de futuro. Tercera: no se requiere financiamiento, papeles ni estudios, si realmente hay voluntad de tomar estas acciones. Cuarta: podemos cambiar el paisaje yermo y desolado de muchas regiones y nuevamente hacerlo apto para la vida. Quinta: se puede observar, experimentar y decidir como Bouffler en Francia, cuales son las especies mas apropiadas para cada lugar. Sexta: Yo, vos, tus hijos, podemos gratificarnos con acciones a favor del ambiente, realizadas ahora.
Transfórmate en un plantador de árboles. Y elige para ello especies nativas de tu lugar.

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